Bajo Chiquito (Panamá) – Cuando Moise Cliff Raymond llega al río Tuquesa cubierto de lodo, se sumerge en él para lavarse después de pasar cinco días caminando por la pantanosa selva del Darién para cerrar el cruce fronterizo entre Colombia y Panamá.
Cientos de migrantes, muchos haitianos y cubanos, como él, enfrentan cada día los peligros de esta peligrosa expedición al primer pueblo, Bajo Chiquito, guiados por la esperanza del sueño americano.
“El viaje fue muy duro porque es un largo camino. Hay muertos, muchos no han llegado aquí. Creo que creer en Dios nos ha ayudado”, confiesa a la AFP el haitiano de 29 años, que lleva un sombrero rasta jamaiquino.
Para él es sólo un paso: “Me voy a Estados Unidos. Ese es mi objetivo. Puedo hacer mis sueños realidad allí, encontrar un buen trabajo”, espera.
Otros migrantes, quizás un poco más plateados, con niños en brazos, llegan en canoas, como Peter, de 29 años, con su hija de tres años. «Es así. Tienes que hacerlo si quieres una nueva vida. Es muy difícil para nosotros los haitianos», explica.
– El «Enchufe de Darién» –
El domingo, alrededor de 580 migrantes lograron pasar el «Tapón de Darién»: 575.000 hectáreas de selva entre Colombia y Panamá.
La Carretera Panamericana, que conecta Alaska con Tierra del Fuego, termina abruptamente a ambos lados de la frontera: los pantanos del Darién bloquean el istmo entre las costas del Atlántico y el Pacífico durante unos 160 km.
Entre Panamá y Colombia hay unos cincuenta kilómetros de selva pantanosa sin ninguna infraestructura de transporte: camiones y automóviles tienen que sortearla a bordo de transbordadores.
Cruzar el Darién es uno de los viajes más peligrosos del mundo, según Unicef.
Sin embargo, 64.000 migrantes han logrado pasar desde principios de año, incluidos 18.000 en agosto, según el ministro del Interior panameño, Juan Pino. La mayoría son haitianos, confirma.
Ante este flujo incesante, las autoridades de Panamá y Colombia acordaron permitir el tránsito de medio millar de personas cada día durante un año.
– bandidos en el camino –
Para llegar a Bajo Chiquito, aldea indígena de la etnia embera, primera zona habitada fuera de los pantanos, los migrantes debían caminar 12 horas diarias, desde el amanecer hasta el anochecer.
Todos los sobrevivientes de la selva hablan de ataques, asesinatos, violaciones cometidas por bandas organizadas.
“Vimos cinco muertos”, respira Yadira Rosales, una cubana que viaja con su esposo José Alberto Reyes y su hija Adelis, de cinco años.
“Caímos (sobre bandidos) pero íbamos en grupo: nos quitaron el dinero y nos dejaron ir”, dice.
En Bajo Chiquito, alrededor de 400 migrantes exhaustos son atendidos diariamente en una clínica administrada conjuntamente por el Ministerio de Salud de Panamá y Médicos Sin Fronteras (MSF).
“La mayoría sufre lesiones en los pies (…), enfermedades gastrointestinales, picaduras de insectos… y también tratamos a víctimas de agresiones sexuales”, explica el Dr. Sofía Vásquez de Médicos Sin Fronteras.
– Hasta ahora –
En este pueblo de pescadores sin electricidad, la gente se amontona en una cancha de baloncesto en el centro del pueblo para pasar toda la noche. A su alrededor, las tiendas improvisadas venden comidas de tres dólares. No todo el mundo puede permitírselo.
Cada vez hay más niños entre los migrantes agrupados: 15 veces más en cuatro años, según Unicef. Muchos llegan deshidratados o con dificultades para respirar causadas por el aire saturado, dice el Dr. Vásquez.
Cuando Adelis, la pequeña cubana, sonríe como si fuera a dar un paseo, la hija del haitiano Peter se «enferma», preocupa a su padre.
Por la mañana todos hacen cola para subir a las canoas que los llevarán a un refugio en Lajas Blancas.
Tienes que pagar $25. De ahí van por tierra a San Vicente, desde donde pueden tomar un bus hasta la frontera con Costa Rica por $40.
El viaje está lejos de terminar. Todavía tienes que pasar por Nicaragua, Honduras, Guatemala, México para llegar a la frontera de Estados Unidos… y espera no haber hecho en vano este largo y peligroso viaje.
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